Carta primera


CARTA PRIMERA

Donde se trata la increíble historia del día en que devolvieron a Cervantes con otros grandes sucesos dignos de mención

Yo no sé de los grandes términos y las más de las veces se me escapan las teorías: ignoro más de lo que me gustaría entender y en ocasiones pienso que nunca alcanzaré a entender tanto como lo que ignoro; pues que es mi tiempo ahora lo contrario a abundante, pese a las abundantes horas de sus días, y cuando al fin parezco disponer de un atemporal sosiego, caen mis ojos ante esa luz penetrante que hace a los ojos de otros bailar en la noche. Empero, como no es mi vida lo que importa, sino la vida en sí, mejor que callen en esta sazón los labios por dejar que hable la experiencia. Si buscan ustedes una crítica profesional, váyanla a buscar con los profesionales; yo aquí les ofrezco sólo las mientes que he forjado con los acaecimientos últimos de la labor que en ayuda a domicilio desempeño.

Tengo por habitual usuaria, como gustan llamar en la empresa a aquellos a los que harta falta les hacen sus servicios, una mujer que frisa ya los ochenta y cinco abriles y a la que aprecio tanto que véola casi como mi tercera abuela: los muchos meses que me ha tenido metida en su domicilio, como metidos tenemos todos el corazón en el pecho o la cartera en los bolsillos, pues qué remedio nos queda, nos han convertido en comadres de los recuerdos y en corrientes de historias; de tal modo que mientras sacia ella la sed que la soledad produce, abrevo yo la sequía del desierto de narraciones. Además que me place recrear por medio de las palabras ajenas lo que nunca llegué a conocer, ya que se posee sólo lo conocido en las propias y lo que aún se desconoce carece por entero de ellas; y si tengo entre mis lectores algún ciego hechicero que afirme lo contrario, agradecería enormemente que a lo menos dijera si el mundo recobrará la razón en algún momento. Tal vez así me plantee entrar en la Universidad o preparar siquiera el examen de ingreso.

Por cierto que tales son los motivos (ignorancia, educación y estudios) que han conducido el ardor de aquestos dedos míos hacia el teclado en el que ahora escribo y en el que tanto escribía antes.

Hablome un día esta mujer, la llamada usuaria por la empresa, aprovechando que ya entrambas habíamos terminado las labores, pues que si bien yo estoy ahí sobre todo por barrer y fregar la casa, no quiere ella dejar de deleitar al pueblo con su arte y tapa de vez en cuando agujeros por pintarlos después con sus propias mezclas de colores —¡no vean ustedes lo bonita que dejó la fachada!—; digo que me habló esta vivaz señora de su nieta, una joven que a punto está de cursar su primera licenciatura (acaso también la última) con unas de las mejores notas de su promoción, porque las dos, estudiante y trabajadora, parecíamos compartir en un principio el respeto por la literatura:

—Dices tú que lees —saliéronle de antuvión las palabras, como si llevara largo tiempo la mente construyéndolas y nunca alcanzaran los labios a darles la deseada forma por medio de proposiciones, semejante al agua que hierve sobre el fuego paulatinamente hasta que llega un punto en el que burbujea y se le echa entonces la sustancia. Recuerdo cómo acompañó a esta dulcísima voz, cargada de experiencia en sus notas, con un adorable gesto de manos, pues que el sol rielaba con infantil entusiasmo sobre el cielo en tanto permitía carbonizar a los infelices todos que nos hallábamos a la sazón en la tierra; así, como gustamos del buen acogimiento del patio una vez finalizados los quehaceres, y porque son los ojos de mi señora más claros incluso que el mediodía, improvisó una pequeña sombrilla a través de sus conocedores dedos y terminó de aliñar la plática—: pues no veas mi nieta, la pequeña, lo que disfruta leyendo. Figúrate, por que te hagas una idea de lo que te digo, que saca todo sobresalientes y que para ella un ocho está al nivel de un suspenso: le encanta aprender y estudiar, pero sobre todo los libros. Así de grandes los tiene, así —y hacíame la mano libre una representación del inaudito tamaño de sus libros—. Es tremenda. El curso que viene empieza ya la Universidad.

Devoré el relato según me lo sirvieron y quedeme con tantas ganas de más que opté, ingenua de mí, por continuarlo.

Tengo la ventaja, aunque más parezca en ocasiones una maldición, pues que se da por hecho que a los que respetamos la literatura nos place leer de todo y a todos sin distinción alguna, de ser el esterquilinio personal de mi familia en lo que a palabras se refiere; de tal modo que si cura y barbero escrutaran mi actual biblioteca, con mucho gusto prenderían una hoguera en mi patio. No obstante, de entre todos los libros rescatados, que seguro alguno rescatarían, tendríamos sin duda la colección de un Miguel de Cervantes Saavedra; y como los constantes deshacimientos de estos queridos parientes me habían dejado del antedicho autor con dos colecciones iguales, consideré grande idea regalar una de ellas a la nieta de mi estimada señora: no estaba completa, y de hecho faltaba esa celebradísima obra que relata las aventuras miles de un ingenioso hidalgo al que se le secó el cerebro, aunque más bien parece que se lo secó a aquellos que no entendieron las aventuras miles que relata la obra; pero contenía el tal conjunto de libros, entre tantos otros, unas novelas que gustan de burlar al incauto mostrándose como ejemplares y una singular tragedia que haría revolucionar por entero a la curtida y armoniosa Grecia.

Acercábase el tiempo de la romería y yo ya intuía en mis adentros, aunque tal vez fueran sólo las agujetas propias del andar mucho y pensar todavía más, puesto que mientras no dejo de zarandear mis cascos, recorro de arriba abajo el pueblo en busca de desvalidos que favorecer, tuertos que enderezar, agravios que desfacer y mierda que limpiar; digo, por resumirles a ustedes, que sabía que la nieta de mi buena mujer iba a visitar a su abuela aprovechando la Fiesta de las Angustias, así que marché a trabajar con la colección en mis manos por quedarla en casa de la mal llamada usuaria: recuerdo que ella me sonrió con ese gesto característico suyo que permite entrever la admirable belleza que en otro tiempo poseía, belleza que ahora, para la desgracia de muchos, pues que no llegaron a ser de ella testigos, a perpetuidad se protege, como el blanco armadillo en su caparazón, por entre las grietas de la faz desengañada; diome las gracias y luego de asegurar que se iba a hacer por entero cargo de que el regalo llegara a su destinataria, rozó sus labios con mi mejilla, semejante el resultado al beso que se le da a una nieta, y yo me dejé hacer como si mi propia abuela me besara.

Imagínense ustedes, entonces, cuán grande resultó a los postres mi decepción cuando días después, apenas irrumpí en su casa para trabajar, devolviome mi estimada señora la colección de ese tal Cervantes acompañada de una triste sonrisa: «Aquí tienes de nuevo a tu Miguelín, que parece que no le ha gustado; a lo menos, me dijo que no es lo que lee.» A lo que yo me quedé pensando si acaso habían cambiado las tornas del mundo y ahora los jóvenes, en vez de luchar por construirse un camino propio, caminaban por entre las distracciones que las apariencias ofrecen y sobre los ya establecidos senderos de la hegemonía caduca por un sencillo sobresaliente, pues que al fin y al cabo, considerándolo como algo bueno, presumía la abuela de las altas notas de la nieta y de su inmediato ingreso a la Universidad; sin embargo, la muchacha dice no leer a Cervantes y hasta devuelve sus obras. ¿Pero qué otra cosa iba a leer, si no? ¿Cuáles son los libros así de grandes, y figúrense que hago el mismo gesto de mi señora, que esta chica se mete entre pecho y espalda?

Yo vengo aquí a ofrecerles la visión, aunque no guste o pueda resultar al cabal incorrecto en los tiempos que corren, de una sincera admiradora de las letras, especialmente de las que se escribieron en el Siglo de Oro español, pero sobre todo la de una madre de dos pequeños tunantes: si he de lidiar con algo en el futuro, que sea sólo con adolescentes; no me hacen falta quimeras ni fantasmas, ni mucho menos esa fantasía rosa que, de haberla conocido, haríanle perder a don Quijote el afecto por su Dulcinea. Quiero decir con esto que muchos padres se enorgullecen cuando ven que sus hijos utilizan la paga del mes para comprarse un libro en lugar de irse de fiesta; no obstante, del mismo modo que procuran observar qué hacen sus ya creciditos retoños en la calle, si es que acaso salen, que ya lo ignoro, ¿por qué no se preocupan por lo que leen? Devorar cientos de páginas de honradísimo entretenimiento, miles, incluso, trillones, si me apuran, sorprendentemente no le hace a uno más inteligente; interpretar y reconocer lo que se lee, tal vez, aunque tampoco es garantía de felices sucesos. Todo depende de los conocimientos de los que se dispongan, y nos hallamos en una época en la que se nos quiere privar de todo.

Así, puesto que somos padres y por lo tanto responsables directos de la educación que reciben nuestros hijos, pues que por suerte nadie a los postres la va a impartir por nosotros, a no ser que nosotros mismos lo permitamos, deberíamos mirar muy de propósito el novelesco perfume de los vástagos por que no atufen, que es contagioso esto del mal olor y casi nunca llegar a partir del todo por mucho que frotes con estropajo, y de otra cosa puede que no, pero de frotes y estropajos entiendo un rato: como todo, es importante atajarlo cuanto antes; en caso contrario, creces en la peste y a la peste te acostumbras. De tal modo que cuando el orden llega al fin a su vida, si es que uno se anima al fin a ordenarla, pues que siempre será más fácil, así como menos arduo, asear y disponerse sólo de lo que interesa, descubre que se ha movido por entre un muladar de sinrazones donde la razón a los márgenes se exilia ora porque no gusta, ora porque no se lee; y así resulta que henchimos el cerebro con novelas más propias de la televisión en tanto devolvemos a Cervantes. ¿Porque qué es hoy el autor de la obra más importante de la historia de la literatura, sobre todo para los jóvenes, sino el tormento del instituto o la sombra de un pretencioso director de cine? Lo primero porque no dioles nadie los conocimientos precisos por interpretar las bienandanzas de nuestro célebre hidalgo; lo segundo porque hoy la gente prefiere, y seamos por entero honestos, la invención a la realidad y el morbo o la supuesta identidad de alguien a la personalidad artística. ¿Cuántos de los millones de espectadores que ha tenido la tal película han leído y comprendido El Quijote? ¿Cuántos se molestarán en hacerlo después de verla? Reflexionen ustedes, si les place, que yo ya tengo por meridiana mi respuesta, así como por meridianas tengo ahora las mientes de las que antes sólo dudaba; y es que, si algo nos ha enseñado esta verdadera historia de la pantalla, puesto que el papel opine distinto, es lo poco que verdaderamente le importa a la gente, allende los mal llamados usuarios, España, y lo mucho que por ignorancia, a lo menos tal cosa deseo creer, desprecia su literatura.

Estamos ya habituados a escuchar términos tales como batalla cultural, pero parece que esta batalla dase sólo por culturas ajenas; miren, si no, esos canales dedicados casi por entero a ello, que tantas reproducciones tienen y que de hecho hasta yo misma he ayudado a contribuir en que tengan tantas: apenas si tardan en sacar nuevo vídeo cada vez que a un personaje ficticio del extranjero le varían sus rasgos o le privan de su belleza; sin embargo, parece que la real existencia del tal Miguel de Cervantes no es digna del tiempo de ninguno de ellos y ninguno de ellos se detiene a defender su figura. Claro que conocen personajes célebres de nuestra historia, faltaría más, y que en ocasiones salen a reivindicarlos; ¿pero por qué omiten por completo a Cervantes? Porque fue un magno escritor de literatura y a nadie le importan los escritores cuando son de literatura, y menos si escriben en español. Ahí tienen, por ilustrar mejor lo que digo, el ejemplo de Agatha Christie, que es, con mi más sincero acatamiento por ella, un mero entretenimiento del habla inglesa: marcharon a voz en cuello estos combatientes al campo de cultural batalla, con toda la razón del mundo, porque de diez cerebros pasó a no quedar ni uno de tantas revisiones que a la prolífica autora le hicieron; y ante las continuas traducciones con las que se somete a nuestro más nombrado caballero andante, si es que puede traducirse de un español a otro, que yo todavía lo ignoro, a no ser que Sancho mude, pero o sea, literal, las paremias por latiguillos y trate a don Quijote de hermano o directamente de bro, que como el tractor amarillo, y esto se lo dedico a mi hijo, es lo que se lleva ahora; digo que ante adaptaciones tales y boberías semejantes los que por momentos hablan contra la perversión de las obras originales callan. Callamos todos.

Si bien los cambios en las novelas de Agatha Christie son del todo ideológicos y en las de Cervantes, creo, no hemos llegado hasta ese punto, pues que se dice actuar en nombre de la pedagogía, ¿no es a los postres el resultado idéntico? Tergiversan el mensaje original de la obra y hasta eliminan capítulos enteros de ella por hacerla más accesible al público actual, o esto ponen de excusa, porque en verdad desaparecen al autor que escribió la novela y lo suplantan por una interpretación deficiente que el fantasma de turno considere oportuna; de tal modo que tenemos universitarios que presumen (de) haber pasado sus noches con Alonso Quijano en el instituto cuando no llegaron ni a rozar por accidente sus dedos, y nunca los verá usted con ánimos de ir más allá en su relación porque esa ausencia de conocimientos, a la que se le suma también una idea al cabal errada de vivir el momento y la pérdida de profundidad visual, los llevan a juzgar el compromiso por un tormento que ríase usted del de agua: ya son muchas las veces que he escuchado a las tales personas decir, porque hemos compartido barrotes, que en cuanto se sumergen de lleno en ese océano de palabras que compone El Quijote, canta, como aquel galeote, la impotencia y la negación de sus cuerpos y deciden dejarlo por temor a ahogarse.

¿Por qué un tipo de censura, que para mí lo es en entrambos casos, nos escandaliza tanto y el otro hasta lo normalizamos? Acaso sea porque muchos creen vivir de la ideología, especialmente de la que viene de fuera, cuando en verdad ignoran que para llevar una vida en condiciones es necesario haber tenido una educación en condiciones, y esto no es otra cosa que aprehender a identificar las burlas por que no nos arrastren hacia el irremediable vacío que supone la pérdida de la razón y el apartamiento del mundo en que moramos. ¿Y quién mejor enseña todo esto que Cervantes?

Así es que he llegado a la conclusión de que son escasos los compatriotas que advierten, puesto que los más apenas gustan de reflexionar en los tales términos y de hecho hasta les resultan por completo indiferentes, que tienen la solución y la crítica a casi todos los problemas del siglo xxi escritos en su lengua materna; no obstante los continuos intentos por destruir lo que fuimos y lo que somos todavía. Quizá por eso, porque todavía somos lo que fuimos, es que es tan sencillo a los postres adentrarse en la batalla cultural ajena y olvidarse por entero de la propia; la hispanidad va mucho más allá de este invento denominado cultura porque es dueña de algo que no todos los países poseen: literatura, y nosotros la abandonamos a su suerte e incluso la devolvemos cuando nos tiende la mano ora por temor, como comprobé este verano cuando, ilusa de mí, quise organizar en el pueblo donde vivo un pequeño taller por que aprendiéramos entre los participantes todos el valor de las letras, ora por la adicción que supone el divertimiento inmediato y rápido; y es que queda a mi parecer demostrado que sacar las mejores notas en el instituto no le hace espabilado en la vida y que leer una adaptación de El Quijote sólo le convierte en uno, dado que nunca llegará usted a comprender la obra.

Repito que las tales palabras proceden directe de mis pensamientos y que es del todo probable que muchos conceptos y terminologías, como el tiempo de entre las manos de Quevedo y del universo mundo en general, se me resbalen, pues que es mi maestrazgo la nada y sólo hablo a partir de la experiencia; y este artículo, por llamarlo de alguna forma, es el resultado de las cavilaciones forjadas a través de una experiencia laboral. Así, como es mi trabajo limpiar, no iba a desaprovechar la ocasión para limpiar, aunque fuera un poco, el nombre de la literatura.

Muchas gracias a mi querida ancianita, que fue la primera en acogerme cuando llegué al pueblo y ahora es también la primera en decirme, como esa voz en la rima de Bécquer y para gloria de mis hastiados lectores, que me deshaga del polvo de mis dedos por levantarme y tañer el teclado.

Por último, gustaríame terminar, puesto que justo ahora las he leído, este intento de artículo con las palabras de un insigne y cacofónico licenciado: «Que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en oprobio de los ingenios españoles […] algunos hay de ellos que conocen muy bien en lo que yerran y saben extremadamente lo que deben hacer, pero, como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y, así, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide.»