El efecto de Papagena


El efecto de Papagena

Pequeño obsequio para los residentes de Doña Blasa, Villarramiel; porque aunque deje de responder el cuerpo, siempre se mantendrán intactas las preguntas.

Parece que una vez alcanzamos el sombrío término de la adultez, a lo menos en los más de los casos, huye la codiciada viejera a lomos de una criatura salvaje, diríase fantástica de no ser por la inevitable crudeza de la realidad, que poco a poco se pierde entre la neblina de escurridizas imágenes y de malezas que nunca terminan de partir; camina lento el tesoro de muchos en tanto se evanesce su brillo por luego descender de súpito hacia el barranco que conduce a las desmemorias, a lo cerrado y oscuro, a la caída sempiterna. Sin embargo, y porque no se puede escapar de aquello que nos impone, porque las fugas no son al cabal la solución, sino la huella de un alma accidentada, yo vengo aquí a relatar la historia que viví hace escaso tiempo al lado de una mujer que me demostró con hechos lo que tantos otros dicen con palabras: una vez alcanzamos el sombrío término de la adultez, a lo menos en los más de los casos, bajamos de vuelta el escalón que como adultos subimos por encontrarnos de nuevo con la infancia.

Acudí un día a la residencia de mi pueblo por ofrecer a aquellos que en soledad la habitan, que en ella viven bajo los continuos ecos de un silencio íngrimo y deprecante, un modesto espacio dedicado a la literatura: porque cada palabra esconde una interpretación que muchas veces precisa de la voz de alguien para llegar a los cuitados oídos de los que no oyen, ora sea porque ya no pueden, ora porque jamás pudieron; y son las tales interpretaciones ocultas las que a través de su música ayudan al entendimiento, que es lo que derriba siempre el aparente inexpugnable muro de la sordera. Por no mencionar que las letras sean tal vez lo único con lo que realizo un algo medio decente; y como soy de las que prefieren no adentrarse en el arenal por miedo a pisar donde no se debe y verse de antuvión anegada o bajo tierra, como es a mi parecer mejor que te asignen, aun sin serlo, la gracia de los medrosos a pecar por entero de temerario, opté por acompañar con los solos conocimientos que poseo a aquellos que poseen su salud mermada.

Decidí dedicar la primera sesión a la poesía no sólo por la sonoridad de las rimas, que atraen los recuerdos hasta sin querer y se almacenan más fácilmente en la memoria, por muy maltrecha que esté, para crear otros nuevos, sino porque así empezó la literatura: vocablos que sonaban al ritmo de los instrumentos flamantes que los componían, que al fin transmutaban de las melodías el bello rumor en materia; y así deseaba yo también que a los postres convirtieran los asistentes sus remembranzas en cuadros que se pudieran tocar y ver, por lo que les animé a sumergir sus mientes en la mar de tinta para rescatar de ese fondo los restos de un bajel naufragado, de una embarcación antigua que sólo la evocación, producto eterno de la poesía, alcanzaba a localizar entre las tormentosas aguas de letras sin concierto y música desordenada. Repartí, entonces, folios y pinturas entre los numerosos vecinos de la solitaria residencia; y como ninguno por sí solo se aventuraba a bosquejar los primeros trazos de sus recuerdos, todos en grupo dispusieron que quien más tenía que contar era una mujer que se hallaba sentada en el centro del salón, como una cálida estrella que brinda a los astros de su en rededor la esperanza en medio de un doloroso firmamento, tan frío por las circunstancias cual lóbrego por su paulatino e inexorable abandono.

—¡Ella, ella! ¡Ella pinta muy bien!

La contemplé durante unos instantes y, aunque en silencio, no pudo eludir mi corazón las ganas de cantar al rítmico y efusivo son de esa cálida esperanza: Papagena, que así vamos a llamarla, parecía encontrarse desorientada debido a su cabeza gacha y sus llorosos ojos entornados, no obstante, pronto me percaté del discreto engaño de la envoltura y advertí que prestaba a todo cuanto de mis labios brotaban una atención inaudita; las gafas grandes sobre la pequeña punta de la nariz le daban el honorable aspecto de una buena profesora, y pocas cosas son tan importantes en la vida como la presencia de un buen profesor, porque uno sólo puede liberarse a través de los conocimientos que adquiere sobre la marcha, pero el mejor de los maestros es capaz de hacerte por entero imbatible ante los males que en el mundo a perpetuidad acechan; el oscuro tinte de su cabello la pintaba sobre el óleo de la existencia mucho más joven de lo que en verdad era, y los apagados vestidos que aderezaban su cuerpo, ese menudo y frágil cascarón que ya principiaba a desbaratarse, realizaban un curioso contraste con la vitalidad que a través del pelo los colores resucitaban.

—¡Cómo! ¿Tenemos a una artista en la clase? —inquirí con la voz pausada que, según dicen, tanto me caracteriza, sobre todo a la hora de hablar en público, mientras le ofrecía de nuevo los folios y las pinturas—. ¿Le gustaría dibujar, por que los veamos todos, los recuerdos que le hayan transmitido los poemas?

Rechazó Papagena mi propuesta con un elegante gesto de manos entre leves suspiros de melancolía; y cuando le pregunté los motivos de su negación, con una voz todavía más pausada y dulce que la mía, me contó que hacía demasiado tiempo que no pintaba, que la maquinaria de sus dedos se había oxidado por completo y que no creía ser capaz de tornar a engrasarla a la sazón.

—Usted me habla de lo que cree —dije, tratando de animarla—, pero no de lo que es; y me hallo por entero segura de que es usted una mujer capaz.

—Son muchos años, muchos…

—Cierto es que al genio se le notan los días que no ejercita su primor; no obstante, si nos encontramos aquí reunidos, es porque pretendemos ayudarnos entre todos a poner otra vez en marcha los engranajes de esa maquinaria aparentemente oxidada. No buscamos la perfección, ni siquiera el suficiente, sólo el cruce con lo olvidado.

La convidé de nuevo a tomar los folios y las pinturas; y esta vez, aunque con cierta desgana en sus movimientos, casi de manera inconsciente, como el versado operario ya hastiado de su monótono trabajo en la fábrica, prendió cuantos materiales le di, que no eran sino el lugar en donde habían de verse la memoria y el cuerpo, y sólo entonces se atrevió a revelar una de las contiosas bayas que en racimos crecían bajo el emparrado del tiempo, de los días y de las fases, del trayecto recorrido: cada gajo era una consecuencia; cada fruta, un detalle perdido.

—¿Así que el cruce con lo olvidado? —me repitió Papagena, y su voz sonó como la sonrisa triste que trata de abrazar el pasado en busca de unos años mejor—. Cuando niña, nunca me fue necesario cruzarme con él porque siempre me acordaba de todo: al igual que tú, yo también recitaba poemas enteros de memoria; y llegaba mi retentiva hasta tal punto, que con estudiar la lección el día antes me bastaba para sacar buenas notas. Ahora, si me pides que te hable de lo que hoy nos has enseñado, no sería capaz de hacerlo; pero en el colegio exponía la lección mejor que nadie y ante un auditorio completo. Es por esto, entre otras cosas, por lo que yo nunca me quedé sin recreo. Sí… Todavía hoy lo mantengo muy presente: fui una rapaza buena y nunca me quedé sin recreo. Nunca.

—¿Era usted, pues, una gran estudiante?

Ya afirmé en el prólogo de esta historia que cada palabra esconde una interpretación, y halló Papagena una en mi interrogante que en verdad me hizo enorgullecer; pues que no precisó de alguien que a la sazón le quitara la sordera, sino que ella misma se desprendió del tapón.

Vistiendo de pronto en la calidez de sus faces una expresión que mudaba la solitaria añoranza de antes por la más contagiosa de las fiducias, y cual si tratara de responderme, de dejar constancia de su propia manumisión a través de lo perceptible, comenzó al cabo a dibujar Papagena en el folio con las pinturas.

—Sí —aseveró con donosa rotundidez luego de esbozar las líneas que posteriormente la razón había de seguir—. Era buena, muy buena, pero apenas pude sacarles provecho a mis competencias: la época, las responsabilidades… No me quejo porque es lo que tocaba; y a lo menos yo duermo tranquila sabiendo que, mientras estuve ahí, nunca me quedé sin recreo. ¿Cuántas personas pueden decir lo mismo?

—Me figuro que no muchas.

—¡Casi nadie! No veas lo presto que te privaban del divertimiento en cuanto no dominabas la lección; y yo me la sabía toda.

—¿Y por qué tuvo que abandonar el colegio?

—Por mi madre, que se puso enferma: ella era muy mayor; y yo, la última de numerosos hermanos. A mí me tocó cuidarla mientras el resto trabajaba para mantener la casa. No me quejo porque es lo que tocaba; además, la familia va siempre por delante de todo. De todo, incluso del colegio.

Pararon de pronto los dedos de Papagena sus razones, su fluidez creativa, avezada, y dejaron durante unos instantes el dibujo a medias por colocar las gafas frente a esos llorosos ojos entornados, que ahora rielaban más que nunca, y a través del indómito brillo hacían de su portadora una auténtica estrella en el firmamento.

Me miró Papagena escudriñándome y yo escudriñé la imaginación de su entendimiento; pues que, no obstante hallarse inconcluso, a fuer de los colores dejaba entrever el cuadro la industria oculta tras el semblante desfasado. Tal ha sido siempre el poder de la literatura.

Quise analizar disimuladamente más los coloridos hilos de la pintura, pero el agradable sonido de Papagena atajó de súpito mis propósitos:

—Tú tienes pinta de haber sido también una gran estudiante.

—¡Ojalá!

—¡Pues cómo!

—Que esto quede entre usted y yo: lo cierto es que era un auténtico desastre.

—¡Hala, hala! ¡Qué me dices!

—Así le digo. Fíjese que me fui de casa a los dieciocho años y luego de acabar el bachillerato hice de todo menos lo que tenía que hacer.

—Bueno, tú eres joven, ¿no? Todavía estás a tiempo de realizar las cosas en condiciones.

—Con dos niños pequeños…

—No me digas más.

—Ya ve usted. Ahora vivo las consecuencias de mis malas decisiones, pero mientras no lo paguen los niños…

—¡Eso jamás!

—Puede que a mí me faltara el juicio, pero a ellos no les escaseará nada. Ya tengo mi vida como desengaño.

Rio Papagena con la música de la experiencia, y eran las furtivas notas de su instrumento verdaderamente contagiosas; sólo entonces, bajo el sonriente runrún del público, que también comenzaba a animarse con esto del dibujo, aprovecharon los dedos para reanudar la senda que conduce a la liberación del ingenio; y yo, en medio del insólito artificio, no pude menos que quedarme absorta con las espontáneas corrientes de ese río evocador y poético.

—A mí nunca me faltó un recreo —distinguí la dulce y pausada voz de Papagena entre abundantes bisbiseos— Lo tengo tan presente… Fui una rapaza buena y nunca me quedé sin recreo.

Y cual anhelado oasis en el desierto, como la guarida oculta tras la cascada, contemplé al fin ante mis ojos la unión del presente con un pretérito que se presumía olvidado, el cambio definitivo de las ideas en materia: una niña pequeña e indefensa andaba trabada de la mano de una mujer mayor, aunque igual de indefensa; las holladuras de la singular pareja dejaban sobre un camino arenoso las trampas de lo prohibido, de lo que no se ha de tocar, y al frente de las dos criaturas varios caminos señalaban distintas metas a través de vestigios de espuma, como si numerosas naves invisibles navegaran siempre en silencio por delante de ellas.

Recordé entonces que uno de los poemas que dimos fue el de Antonio Machado, aquel del famoso caminante, y me resultó por entero imposible a mí también eludir el deseo de dibujar, que en mi caso fue una sonrisa sobre el lienzo de mi rostro.

—No, no… —La volví a escuchar entre la multitud—. Yo nunca me quedé sin recreo.

Miró Papagena su pintura mientras el resto todavía pintaba, jocosos y parlanchines, alentados sin duda por el apacible calor de su estrella.

Así fui testigo del reencuentro con la infancia. Así fui testigo del efecto de Papagena.