La visionaria incomprendida

El mundo no volvió a ser el mismo desde el momento en que descubrió que la vida no era lo que ante ella se hallaba, sino un universo mucho más profundo y henchido de complejidades en donde la teórica belleza de las estrellas suponía una inminente tarascada mortal a los planetas de en rededor. Dicen las dos personas más cercanas a nuestra protagonista, una madre ausente por su trabajo y un aya de avanzada edad que otrora revolucionó el pueblo con la generosa abertura de sus feminidades, que antes de que se diera la tal revelación tenía ella por nombre Cándida Loza; pero esas continuas investigaciones que llevaba a cabo a través del ciberespacio y que le permitieron desarrollar entrambas mujeres, la primera debido a una completa indiferencia y la segunda guiada por una especie de curiosidad pedagógica, hidrataron en demasía el cerebro de Cándida y comenzó a llamarse Cuca Lodazar, tal vez en consecuencia del desvelamiento que realizó sin querer del nuevo mundo y de la espantosa música que lo componía en silencio. Mas mejor no precipitemos las efemérides.
Las exhaustivas investigaciones de esta gran visionaria incomprendida comenzaron porque en el instituto, cuando era Cándida todavía y no se había transformado en Lodazar, tuvo el iluso atrevimiento de exponer en una de las contiosas clases que había, y aunque no recuerde la asignatura específica bien yo conozco que es por entero irrelevante, ya que en todas es diferente el nombre pero en todas se imparte al final lo mismo, que ella no había sufrido nunca los excesos de la otra natura y que en la actualidad resultaba al cabal imposible que los tales excesos sucedieran; pues que era a los postres el ambiente sabio, esto afirmaba en su ignorancia mi Cándida, y entendía que para alcanzar el cielo debía permitir que los árboles crecieran en compañía al unísono. «No será tan sabio el ambiente —le espetó de antuvión una de sus compañeras de curso— cuando consiente que los árboles más grandes le arrebatan la sombra a los más pequeños». Y luego de proferir tan elocuentes palabras suspiró con cierto donaire, como si dejara escapar de su interior todo cuanto a través del tiempo había acumulado, como si hubiera condensado toda una vida de sapiencias en sus casi dieciséis añitos, y esbozó para sí una ligera sonrisa, ese rictus de satisfacción complaciente que viste siempre el hermano mayor cada vez que ha de reprender al pequeño en nombre de sus padres, cual si acabara de revelar a un mundo primitivo que la Tierra es redonda; y en honor a tan grande descubrimiento, aquel grupito de amigas que a perpetuidad la seguía por los pasillos, pensando todas lo mismo a un mismo tiempo, se subió encima de los pupitres e inauguró un jubiloso coro de aplausos acompañado de lauros y de estrambóticos bailes que en otra época se habrían podido considerar de herejes. María Sadilla, que tal fue la gracia con la que bautizaron a esta versión mejorada de Anaximandro, era a quien nuestra joven Cándida Loza más admiraba del instituto; y sus palabras la torturaron tanto, tanta vergüenza padeció con esa espléndida ilustración, que el intenso rojo de sus mejillas le llegó al seso y optó por no volver a sentirse humillada y ganar el aprecio de su compañera. Así, lo primero que hizo nomás entrar por la puerta de su casa fue encerrarse en la habitación bajo los chispeantes ojos inquisidores del aya y de las muertas pupilas de su madre, que no llegó a advertir la presencia de Cándida porque tenía asuntos urgentes que atender con sus móviles y otros tantos correos que redactar en el ordenador. La ciencia tiene por imposible que un humano alcance a girar su cuello así cual lo hacen las lechuzas, pero eso es porque la ciencia no ha conocido aún a la madre de Cándida Loza.
Nadie volvió a saber de mi niña hasta unas cuantas semanas después: el bocadillo que todavía conservaba en su mochila, pues que no alcanzó a comérselo jamás en el recreo, lo utilizó para desmigajarlo y repartirse poco a poco las motas a lo largo de su encierro; y aunque llegado un punto el color y el aroma no resultaran del todo apetecibles, Cándida le quitó importancia y siguió comiendo sus briznas como si del más suculento plato se tratara —bien es cierto también que comparado con los mejunjes de los que se solía alimentar en casa podría tratarse, de hecho, del más suculento plato que había probado nunca—. Algo similar a lo del bocadillo hizo con la botella de agua que tenía a medias en su mochila; sin embargo, no calculó debidamente el contenido y a las dos semanas ya se había bebido por entero su preciada linfa: de ahí que en el último tramo de su encierro, para no perecer por culpa de la sequía, decidiera almacenar las lágrimas que por sobre los encarnados ojos brotaban, habitual consecuencia del mucho leer y del poco dormir, para después ingerirlas. En cuanto a esos mundanos frutos que con la semilla del beber y el comer florecen, sólo diré que más de un vecino se quejó en ocasiones varias del extraordinario hedor que se inhalaba en el barrio apenas tiraba por la ventana Cándida un potingue de sustancias ambiguas; mas como eran ya célebres los mejunjes que su madre preparaba por intentar parecer lo que la biología afirmaba, dieron a postre por buena la teoría de que esa pobre criatura se deshacía en secreto de la pestilente y exicial ponzoña con la que pretendían sin lugar a dudas matarla: de modo que cuando Cándida pretextó al instituto su repentina ausencia con una supuesta enfermedad, tan terrible como contagiosa, a nadie le extrañó.
Dio por fin en un momento dado la madre muestras de vida, tal vez temerosa de los incesantes rumores que sobre ella corrían, y comenzó a preocuparse por el estado de salud de su hija; no obstante, cuando se encontraba a punto de llamar a la puerta recibió un recado de última hora en el trabajo y ya no volvió a acordarse de Cándida hasta que una colosal patrulla de policías se personó cual jauría de canes en su domicilio: pretendían trasladarla en el acto a comisaría; pero el súbito pum de una puerta y la aparición de algo que sugería ser una joven, ya que a duras penas se alcanzaban a advertir las formas de la feminidad creciente bajo las abundantes capas de sudor y roña, interrumpieron de pronto sus propósitos y obligaron a la patrulla toda a desenfundar sus armas. Tan espantoso resultaba el espectro que los agentes creyeron hallarse ante un nuevo método de creación de vida a través de mejunjes mortales; y una vez la supuesta moña elevó los derretidos vestigios de lo que antaño se trató sin duda de un dedo humano, un dedo que antes no se atrevía ni siquiera a elevarse y que ahora sin embargo amaestraba jaurías enteras de canes, muchos de los policías huyeron despavoridos y los pocos que quedaron padecían tantos temblores que habrían podido ora originar un terremoto, ora componer una sinfonía completa sólo con el sincronizado sonido del castañeteo de sus dientes.
La que sí originó un terremoto, la que sí compuso una sinfonía completa sólo con el chirriante sonido de su monstruosa afonía, semejante a un fantasma que en la Noche de Difuntos hace retumbar la necrópolis con el maloliente eco de su cogorza, fue la presunta joven que a través de sus derretidos vestigios señalaba a los agentes:
—¿Qué pretendéis hacer? —Era el aroma a licor deletéreo que la tal voz desprendía los restos últimos de Cándida Loza—. ¿Prenderla basándoos únicamente en los infundios de aquellos que todavía viven dormidos, soñando con las cintas que un proyector recrea por doblegarnos? ¡Si no se tratara de una mujer, nadie la habría denunciado nunca por no saber cocinar!
Cada subversivo pulso de la sinfonía suponía un nuevo temblor en la tierra, y cada nuevo temblor acababa con un zurriagazo en el alma mucho más fuerte que el anterior: el suelo, como el mar Rojo, se dividió en dos; y la gran mayoría de los policías restantes desertaron sin llegar a advertir que aquel espectro que les hablaba era en verdad el cadáver al que habían ido a buscar. Sólo dos canes de la jauría permanecieron al final en escena, aunque a la sazón no fue por voluntad propia: el uno cayó directe al infierno por entre las grietas y el otro ascendió a los cielos luego que la luz le alcanzara por revelarle la verdad el cráneo. No cesó el terremoto hasta que no calló nuestra Cándida pervertida; y en cuanto hubo cesado, la madre, que lamentó la irrupción de los agentes porque le habían hecho perder el hilo de su correspondencia con un posible cliente, que sólo reparó en las sacudidas del suelo por las dificultades que ocasionaban a la hora de mantener una conversación por teléfono, cacharro que sacó con un descaro altanero en el mismo momento en que se oyó el pum de la puerta, tuvo por vez segunda muestras de vida y le dedicó una mirada de incondicional rechazo a su hija. «¿Cómo que no sé cocinar?», soltó entre escupitajos. «Encima que te dedico el poco tiempo libre que tengo». El aya, que había observado todo en silencio en tanto hacía sobre el sillón calceta y a quien parecía que los temblores del suelo no le afectaban en absoluto, realizó tan descomunal esfuerzo por no reírse que a los postres la risa le salió a carcajadas por otro lado.
Pasadas unas pocas horas, cuando se inició la restauración de las calles aun sin conocer los motivos que habían provocado semejantes destrozos, cuando tornaron de sus viajes sidéreos los dos únicos agentes que allá quedaron, el uno convertido en un profundo defensor de Cándida, el otro creyendo que estaba igual o incluso más loca que su propia madre, la joven, todavía cubierta de sudor y roña, les explicó que se ausentó durante una pequeña temporada con el honorable propósito de hallar la realidad del mundo y que, de hecho, el aspecto físico que en los tales instantes poseía era tan sólo la representación de la verdad que había al fin descubierto: habló del ciberespacio y del inconmensurable número de personas, cada una más inteligente que la anterior, que le enseñaron filosofía; mencionó los debates en donde los diferentes puntos de vista eran al cabal el mismo para eludir a los socarrones, a aquellos que únicamente las usaban con el fatal designio de esparcir su odio hacia todo lo que ellas defendían; citó las distintas obras que a través de las redes le recomendaron y mostró por separado a cada uno de los presentes los innovadores métodos de lectura en los que la habían iniciado. «Así es como llegué a leer más de siete libros por semana», decía nuestra Candidita un tanto vanidosa: «sólo tenía que fijarme en la primera palabra del párrafo y luego descender diagonalmente con la mirada hasta el siguiente». Clamó por los copiosos testimonios de gente a la que le había pasado de todo en muy poco tiempo: «Si supierais la cantidad de infortunios que acontecen ahí fuera… ¡Yo no sé cómo es posible que sigamos vivos!». Y en tanto oscilaba el policía que la tomaba por una completa orate entre los sentimientos del agravio y la risa, el otro que la apoyaba no pudo por menos de darle la razón en su discurso y de afirmar que las personas en condiciones tales como las de mi niña vivían por entero desabrigadas ante la ley, que aquello se trataba de una absoluta vergüenza y que sin duda aún debían cambiar mucho las cosas. Después se marcharon ambos entre quejidos: el primero porque en esos instantes extrañaba la cordura y la paz de su viaje sidéreo; el segundo por una especie de paternal orgullo. Cuando les preguntamos a estos valerosos agentes por la inesperada aparición en escena de Cuca Lodazar, el uno quedó en silencio por evitar proferir groserías y se aguantó las lágrimas; el otro aseguró de ella que era una joven muy clarividente y que de luego a luego llegaría lejos.
Cándida, que todavía consideraba inconclusas sus investigaciones, resolvió que era ese un buen momento para ver si el mundo había cambiado durante su ausencia: se bañó, se arregló tal como siempre solía hacerlo y salió por fin a la calle tras largas horas de aseo. ¡Cuán terrible resultó a los postres su sorpresa una vez se topó cara a cara con la realidad del que el ciberespacio la advertía! ¿Cómo había podido ir durante tanto tiempo tranquila por los bulevares? Nomás pisar el suelo agrietado por el terremoto vio que uno de los operarios la devoró a través de sus ojos con total descaro, como si ya se hallara acostumbrado a la impunidad de sus actos lascivos; pero Cándida, que no se dejaba amedrentar tan fácilmente, prefirió mirar hacia otro lado y continuar con su ruta inquisidora: así, mientras caminaba por la acera, percibió tras ella el sonido de unos pasos agigantados que cada vez se hacían más y más vertiginosos; supuso que su cuerpo era la meta final de la carrera y aceleró el ritmo, sin embargo el dueño de los tales pasos no se dio por vencido y debió tornarse de súpito en una auténtica fiera, pues que a la vertiginosidad ascendente le añadió también una fuerza impetuosa y los gemidos del hambre. Cándida no tuvo entonces más remedio que esconderse en un callejón para huir de la bestia, y ahí trataba de recuperar el aliento cuando un viejecito desaliñado se le acercó con su bastón en la mano. «Perdone, señorita, ¿podría usted…?». Fue astuta mi niña y corrió hacia donde se encontraba la afluencia del vulgo antes de dejar al errático terminar la frase; no obstante, pronto se dio cuenta de que aquello que una vez escuchó decir a su aya sobre salvar el pellejo entre la gente era al cabal una peligrosa patraña: el sitio donde creía hallarse segura sólo le originó malestar, ya que se vio de antuvión rodeada de personas, casi todas ellas pertenecientes a la otra natura, que la señalaban y trataban de llamar su atención con los brazos. Determinó entonces que lo mejor era volver por donde había venido y refugiarse en el único lugar sobre la faz de la tierra que en esos instantes consideraba seguro: su pequeño rincón en el ciberespacio. Galopaba la pobre Candidita hacia su casa con tanta velocidad, apenas una ráfaga de destellos flotantes para las pupilas ajenas, que no reparó en los escombros producidos por su terremoto propio a pesar de tenerlos enfrente: así cual si alguien hubiera apagado de pronto el interruptor de las luces, tomó el cuerpo su habitual materia y dio con el tafanario en el suelo. Un hombre que había sido testigo del fatal accidente tuvo la procacidad de acercarse a mi niña por extenderle la mano; y ella, que gracias al ingenio que le habían otorgado sus más de siete libros semanales advirtió sus verdaderos propósitos, antes que permitirle al otro salirse con la suya, lo tomó del brazo y lo empujó hacia el lado opuesto de la grieta. Cándida se recompuso ella solita, porque ella sola podía con todo, y realizó su última danza de corcel salvaje hasta su casa bajo los continuos improperios del hombre derribado en la vía. Sí, en efecto, el mundo había cambiado; y ella debía cambiar con él como consecuencia.
Según irrumpió cual toro en el ruedo en su morada se encerró de nuevo Candidita en la habitación: su madre, que no se había percatado hasta ese punto de que llevaba toda la tarde gritando a una puerta, tras verla reemprender el aislamiento le hizo un breve resumen de sus filípicas y en seguida se sentó frente al ordenador, aliviada, puesto que ya no tenía que seguir intentando parecer lo que la biología afirmaba; y el aya, que aún hacía sobre el sillón calceta, aunque con otro atuendo, se preguntó si había llevado demasiado lejos su curiosidad pedagógica. Mas presto la reaparición de mi niña en escena le hizo mudar de pensamiento y tuvo que luchar con sus fuerzas todas contra el natural instinto por evitar cambiarse otra vez de ropa.
Cándida había dejado de serlo para tornarse en una criatura por entero diferente: cortó su pelo por encima de las orejas y se lo tiñó del gris violáceo que ofrecían las lavandas de su madre; cambió su manera de vestir por la forma de su aya, y eran tan distintas las feminidades de una a las de la otra que los atavíos de la anciana quedaban en la joven como balandranes de patatas; se colocó una pinza entre las fosas nasales para simular el anillo de las reses marcadas y, no obstante poseer la visión en óptimas condiciones, cubrió por todavía sus ojos con unas grandes gafas de aviador transparentes. Se había afeado de acuerdo con la fealdad del mundo, de ese mundo que no volvió a ser el mismo desde el momento en que descubrió que la vida no era lo que ante ella se hallaba.
—Me niego a revivir aquello por lo que hoy he pasado. —Espetó esa nueva criatura—. A partir de ahora, os referiréis a mí como Cuca Lodazar.
Y así comenzó la auténtica historia de nuestra protagonista.