Capítulo primero


Capítulo α´: ¡Despierta!

~ Si besare tus ojos el alba, 
no temas de retorno besarla. ~

Sus ojos se abrieron acompasados con el aterido despertar sintomático de un luengo letargo, titubeantes, meditabundos, somnolientos, aguda y exhausta la escalofriante presbicia sobre la óptica de sus espasmos, perpetua y arrolladora la incesante agonía de un duermevela infinito, perenne, intrínseco; las pupilas grises y frías que acicalaban su rostro entumecido centellearon en la nada absoluta de un paraje al cabal ignoto. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta ahí? Eran aquesas las inquietantes y pavorosas preguntas que acechaban su mente amnésica, dolorosas e incansables como el terrible llanto plañidero de un alma en pena.

Su primer impulso fue palpar la amplia y voluminosa silueta de un cuerpo desconocido, de un cuerpo inmóvil en apariencia, sin identificar, de un cuerpo que por entero ignoraba la confusa y desorientada minerva de su persona incierta: era aquella una figura fantasmal y quimérica, un corpulento talle abandonado, tendido cuan grande era, corito, olvidado por su dueño en un panorama ilusorio, íngrimo, lejano, casi fantástico; era aquel un extraviado y singular organismo de esperanzas vacuas, un ente vago pero tangible, imaginario aunque corpóreo, una borrosa estampa de sempiternas cuitas y pesadumbres que, pese a no distinguirse en óptimas condiciones, parecía tratarse del inestimable caudal externo de unas pupilas frías y grises.

Desesperado, exánime, sofocado, buscaba el amo de aquella espectral figura los latidos de un corazón que creía no hallarse en su sitio; el sudor recorría su frente angustiada e impregnaba sus manos agonizantes, deseosas por descubrir la verdad oculta en el interior del agitado pecho.

De pronto, un inmenso alivio germinó en las comisuras de sus quebradizos labios, inconsciente, al son de un eco taciturno que terminó adueñándose del ambiente con una pávida sinfonía: el suspiro del hombre que considérase afortunado a pesar de no recordar nada.

Lo sentía. Lo estaba sintiendo. El dulce y tan ansiado palpitar de la vida, la misma vida que él tanto anhelaba y que instantes atrás dio por perdida. Una risa estridente y desahogada brotó de sus entrañas cual consecuencia por acabar desembocando en la superficie de la boca rosácea; y con el tal estuario tornó la sombría expresión de su faz adormecida en un espectáculo de júbilo infatigable y bermejo. ¡Estaba vivo! ¡Vivo! ¿Qué más podía pedir?

El caballero sin nombre escondió su rostro sonrojado realizando un sutil movimiento de manos, avergonzado de su repentina conducta al considerarla en exceso infantil. Aquel hombre desconocía su identidad; no sabía quién era ni de dónde venía, ni siquiera era consciente de la experiencia que portaba sobre sus espaldas; sin embargo, ya fuera por el bigote atusado que ornamentaba su cara, ya fuese por las timoratas entradas que afloraban en su cabello castaño y encanecido a causa del ineludible transcurso del tiempo, ora por el abundante vello que cubría su cuerpo desnudo y corpulento, aquel mismo hombre dedujo que su edad debía estar próxima a los cincuenta. ¿Qué hacía un adulto ya entrado en años regocijándose en medio de un lugar ignoto como si se tratara de un niño con una piruleta en la mano? Puede que él hubiera perdido la memoria, pero no las formas de un ente civilizado; sus ojos grises y fríos lloraban porque se encontraban con vida; habían despertado de su perenne ceguera y volvían a ver después de haberse sometido a la oscuridad infinita de sus párpados, mas tenía que dominar sus instintos si quería redescubrirse y averiguar lo sucedido.

Las pupilas lánguidas, taciturnas e inquisidoras del caballero sin nombre observaron con recelo el entorno que envolvía la figura de alabastro tumbada sobre el suelo, un suelo humedecido por la hiriente abrasadora escarcha de una noche larga, horrible, gélida; era suya aquella yacente figura y suya también era la sensación del estremecedor rocío navegando por sobre la blanca y embebida epidermis de su dorso congelado.

¿Cuánto tiempo llevaba su cuerpo inmerso en aquesa extraña postura? ¿Horas? ¿Días? ¿Tal vez semanas? ¿Por qué no fue hasta ese preciso momento que sintió las gotas de una brisa invernal recorrer su pálida estampa de marfil humecto, que sintió recorrerla con el proceloso y atrevido arrumaco de un torrente nocharniego?

El consternado y misterioso hombre se enderezó en el sitio atisbando todo cuanto a su alrededor se hallaba; las piernas, trémulas e inseguras, apenas respondían a los designios de su cerebro —todavía aletargado por el naciente despertar— y a punto estuvieron de caer y descoyuntarse contra la helada superficie en repetidas ocasiones. Poco a poco, muy lentamente, empleando la flemática habilidad del infante que da sus primeros pasos, lograron las piernas cumplir su cometido y sostener por fin el musculoso cuerpo del que eran siervas; las rodillas del caballero temblaban, amedrentadas por un repentino mandato, un ineluctable y grandioso precepto que obedecían de manera inconsciente contra su voluntad.

Veíanse de vez en cuando las manos obligadas a sujetarse en los escondrijos recónditos de las paredes, aquesos barrotes de rosada, para evitar la tan temible pérdida del preciado equilibrio y del musculoso cuerpo el súbito desplome indigno.

Pese a los vaivenes, las sacudidas y los temores a las posibles caídas, una excelsa y brillante sonrisa se asomó en los labios del caballero sin nombre; la misma sonrisa del padre que ve andar por vez primera a su hijo.

Aquel consternado y misterioso hombre, a través de sus fríos y grises ojos, contempló el hábitat del que ahora era preso esperando reconocer alguno de sus angostos recovecos; mas terminaron las exiguas esperanzas que en su interior albergaba sofocándose tras inspeccionar el paraje incierto, como el intenso ardor en el pecho de un luctuoso desenamorado: una habitación vacía y sin ventanas con una puerta maciza como único acceso a ella. Aqueso era todo lo que ahí se ocultaba. No había rastro ni de su ropa ni de la ropa de alguien más; no había indicios de forcejeo y solamente sus huellas adornaban el suelo helador. Estaba solo, a solas con sus olvidados recuerdos, desnudo de mente y cuerpo.

Un infernal y abrasador invierno alcanzó la piel exangüe del desventurado caballero, paralizó sus extremidades todas y dejolo inválido a merced de la soledad mortífera; las manos buscaron en balde cobijo sobre los brazos del hombre; castañeteaban los dientes al son de la ventisca que en su interior soplaba beligerante; los muslos tiritaban acobardados, resistiendo con dificultad del entorno el frío arrollador y acechante… ¡Qué horrible pesadilla! ¿Cómo escapar de ella? ¡Ahora que los latidos de su corazón propalaban las más alegres andanzas por entre los resurrectos caminos de sus entrañas no quería verse de nuevo muerto! Negábase a perecer envuelto en el Olvido y la Nada. ¡No podía abandonar este mundo sin ser conocedor de su propio nombre! No, no, no; no podía. «Aguanta, aguanta», decíase entre rompedores sollozos. «¡Aguanta y vive!».

De repente, sus pupilas grises, maquinales, inconscientes, como si estuvieran programadas para sobrevivir a las mortales desdichas de lo imprevisible, se posaron en la única vía de escape posible: la puerta maciza que ornamentaba las paredes de la habitación sin ventanas. «Saldré e iré a pedir socorro de inmediato», aseveró el caballero para sí mismo, «mal que me pese el ir por completo en cueros». Acercó entonces el hombre sus agitados dedos al pomo de la puerta, temeroso por lo que el Destino, las Moiras, o quienquiera que se atribuyera la fatua potestad para apropiarse de las decisiones que a voluntad toma uno cuando se es consciente de sus propios actos, pudiera depararle al otro lado.

El cruel y pavoroso invierno entumeció las manos gélidas del renacido: eran torpes sus movimientos y ya ni siquiera percibía el escalofriante tacto del pomo en las medrosas yemas de sus dedos; sin embargo, fue la voluntad más fuerte que el Miedo y más ligero el corazón que la pluma.

Quebrantó en cientos de pedazos el pestillo invernal.

Una ráfaga de luz timorata sometió los vacuos alrededores de la sala con el áureo resplandor subitáneo de su haz flamante y cegador, lo que privó al anónimo caballero de sus preciados sentidos casi al instante en que el centelleante brillo intrusose en la habitación.

Amnésico, congelado y ahora también invidente; ¿acaso había sido peor el remedio que la enfermedad?

El hombre frotó la ceniza de sus pupilas lánguidas, aturdido y desorientado, con el infranqueable anhelo de poder contemplar lo que se hallaba oculto tras la penumbra de sus párpados. Discurrieron sesenta largos segundos hasta que al fin pudo volver a abrir los ojos, abatidos por el frío y las refulgentes luces del exterior ignoto; no obstante, oponíanse a dilucidar el arcano las tales ventanas del alma, tal vez porque se veían por entero incapaces de revelar los secretos miles que ellas tras sus siniestros cristales escondían.

Las mariposas batían sus feroces alas en el estómago del caballero sin nombre, agitadas, revoltosas, y engullían todo cuanto alcanzaban sus vuelos sin distinción alguna.

Más allá de las paredes de aquella misteriosa habitación vacía y sin ventanas asentábase una nada imperiosa, perpetua, infinita, nívea, imponente, majestuosa, inquietante… La Nada, una lámina en blanco en la que nadie se atreve a realizar los primeros trazos de su obra. «O mi vista me engaña», cuestionábase el confundido y atemorizado hombre, «o directamente la he perdido y ahora veo lo que ven en su propia oscuridad los ciegos». ¿Pero desde cuándo es la ceguera tan pura, tan perfecta, tan limpia y blanquecina?

Sus puños apretados temblaban ante la aciaga posibilidad de haberse perdido en los eternos y nebulosos umbrales de caminos alabastrados; el caballero sin nombre advirtió las turbulentas vibraciones que sus manos cerradas provocaban en el cuerpo entero y, olvidándose de sus pensamientos propios, casi sin quererlo, colocó la diestra, con la intención de averiguar el horrífico mal invisible que la doblegaba, delante de sus ojos grises y fríos.

Al principio sólo vislumbraba el contorno borroso de sus alargados dedos, que danzaban en el aire juguetones, bulliciosos, saltarines, deseosos de que en algún instante los observara la despistada y enaltecida ceniza de las pupilas del caballero; mas una vez sus iris se asentaron en aquel nuevo mundo repleto de desconciertos, la figura de su mano comenzó a ser más nítida y palpable, y llegó incluso a distinguir la escarcha derritiéndose por entre las falanges de sus dátiles; luego efectuó el mismo movimiento con la zurda esperando obtener un resultado similar al anterior. Y así fue.

La visión del hombre sin recuerdos, aunque afectada por el reciente despertar, no se había perdido ni había estado burlándose de él. «Si no soy ciego, ¿dónde me encuentro entonces?», se preguntaba.

El renacido examinó la Nada a través de una mirada seria y calculadora por terminar desviando su atención absoluta al suelo cano y níveo, primorosamente blanco, que todo lo cubría con el vacío existencial de su temible manto incorpóreo. «¿Hola?» vociferaba desesperado el caballero sin nombre. «¿Hay alguien ahí?» Pero sólo contestaba al angustioso aullido de sus interpelaciones una única voz: la suya propia.

Aquel consternado y misterioso hombre, lleno de inseguridad y pavor a pesar de haberse libertado de la muerte, adentró sus pies descalzos en la superficie de la Nada emitiendo un quejumbroso suspiro de melancolía: la melancolía de un ánima errante; los plañideros toques de sus campanas.

Una virulenta sacudida hendió la maltrecha imagen del estremecido caballero y ordenó retroceder a sus piernas entre estridentes alaridos de profundo lamento; la idea de rozar el vacío y caerse al abismo de lo desconocido aterrorizaba su psique, herida y torturada por la biosfera ignota a la que ahora pertenecía y de la que era esclava, lo que le impedía posar sus pies desnudos sobre los etéreos senderos de un paraje inexistente. El hombre tomó aire, despacio, reflexivo, tratando de conciliar sus tumultuosos ánimos con el vehemente brío almacenado en su pecho: «¿Qué alternativas tengo? ¿Asentarme en la soledad perpetua de una habitación desolada?». Prefirió su mente no pensarlo dos veces y, en pleno arrebato de euforia, advirtió el roce de la Nada bajo su piel impoluta, aún humedecida por el rocío de la sala vacía. ¡Qué impresión tan extraña, aquella! ¡Qué magnífica sensación! ¿Se puede acaso describir? ¿Cómo explicar que logren sostenerse tus pies en un lugar sin cimientos, vacuo, inmerso en la albura más absoluta y perfecta jamás presenciada por el hombre, inmerso en un primor terrorífico que parece no tener fin?

De súpito, los ojos grises y fríos del caballero sin nombre advirtieron la aparición de una serie de círculos concéntricos pululando por los en rededores todos de su corpulenta figura; y así tornose el inmenso regocijo que invadía su agitado tórax en una azarosa incredulidad repentina: ondas; ondas azules y misteriosas que de la Nada surgían cada vez que los pies del renacido alcanzaban la superficie albugínea. ¿Qué podían significar esos inopinados agoreros fantasmas?

Cuando el amnésico caballero quiso fijar su vista en el color de las singulares y bellas ondulaciones que opacaban el paisaje blanquecino, una impetuosa y fugaz visión se apoderó de su mente distraída: la sombra de un varón sin rostro vistiendo una elegante capa que serpenteaba en sintonía con el incesante viento.

No pudo evitar el hombre llevarse las manos a la cabeza, aturdido, turbado, buscando una explicación inmediata que saciara sus numerosas interrogantes: ¿Quién era ese muchacho? ¿Por qué se presentaba ante él? ¿Cómo es que su semblante permanecía oculto tras las tinieblas de una vaga ilusión? ¿Tenía algo que esconder? ¿Era acaso ese chico el ladrón de sus recuerdos?

Un violento pinchazo arremetió contra el frágil cuello del renacido; él gritaba, gritaba porque el dolor le resultaba insoportable; y el dolor seguía, seguía porque una fuerza superior a él así se lo ordenaba; y el hombre lloraba, lloraba porque se veía morir. ¿Qué has…? ¡¿Qué es lo que…?! Sonaba una voz en lontananza; pero los oídos del amnésico no lograban descifrar lo que las palabras decían. ¡Mientes! ¡Eres un…! ¡No te…! Era una voz dulce y armoniosa de joven varón; una hermosa sinfonía infectada por el Odio y el rencor; un terrible sentimiento de Repugnancia aciaga acumulado desde hace estaciones cientos en el corazón…; un corazón que parecía hallarse buscando Venganza. ¿Qué has…? ¡¿Qué es lo que…?! Mas era el renacido incapaz de reconocer aquesa hermosa sinfonía infectada, así como tampoco distinguía los estentóreos, vehementes, fieros y beligerantes latidos que la acompasaban.

Intentó el hombre por todos los medios mantenerse en pie, pero esta vez fue el Miedo más fuerte que la voluntad y la pluma más ligera que el corazón; y el caballero sin nombre perdió el conocimiento.